andén

16.11.2015

Posted on Actualizado enn

Lleva una americana gris verdosa con coderas, pantalones grises y zapato marrón. Todo limpio, planchado y correcto, aunque se ve algo usado.

 

El pelo abundante pero completamente cano. Nariz grande, carnosa. Ojeras no se le ven, pero luce grandes bolsas. Inflamadas y flácidas. Caen sobre unos mofletes que le cuelgan también, como a esos perros -de una raza que no me sé- a los que la flacidez aporta cierto aire de bondad.

 

Todo está acorde a su edad; nada que quepa destacar. Pero no puedo quitar los ojos de él mientras camina arriba y abajo del andén. Espera al metro de enfrente y ni el suyo ni el mío vienen, así es que me entretengo observándole como si fuera un escenario por donde pasease.

 

Quizás me haya hipnotizado su caminar errático o su aura triste, pero lo que no se me va de la cabeza es esa manera de mirar intensamente las vías; como si viera en ellas algo que no vemos los demás.

 

Llega su metro y, al momento, el mío. Nos subimos y cada uno sale de la escena en direcciones opuestas. Aunque de alguna manera él viaja conmigo: en el recuerdo y en esa incómoda sensación de tener delante de las narices un drama en el que no pinto nada.

 

Probablemente, con algo de tiempo y de interés, todo se ve. Pero la mayoría de las veces acabamos siendo el vecino que aparece en la sección de sucesos diciendo «Es incomprensible. Eran una familia normal y corriente».

 

Lunes triste con la imagen de otras cosas que no se entienden grabada en la retina. Yo no soy de vestir lutos ni reivindicaciones en el perfil, pero también me duele París. Buenos días.

14.09.2015

Posted on Actualizado enn

En persona y pettit comité muchos me hacéis comentarios sobre los artículos que escribo para este blog… Que hay que ver qué inventiva, que vaya cosas me pasan… Y reconozco que es cierto que a veces la pluma toma su propio ritmo y me permito alguna floritura en aras del interés dramático del texto pero -nabo en mano una vez más- a Dios pongo por testigo que todas las anécdotas que cuento de mis avatares diarios tienen un origen cierto.

Por ejemplo, hace poco he sido madre en el metro. Para sorpresa de todos los presentes (empezando por la que lo cuenta), un niño ha comenzado a llamarme mamá a gritos ¡! Yo al principio no me había percatado. Iba ensimismada con el móvil y pensé que la señora que parió al infante estaría bajando las escaleras detrás mía, pero al girarme y ver que allí no había nadie, he empezado a mosquearme. Máxime cuando el crío no hacía más que hablarme: «Mami, mira como bajo por la barandilla», «Mami quiero irme», «Mami, por qué no juegas conmigo». Todo dicho en modo histérico y sin dejar de mirarme.

¡Pero leñe! ¿Tanto me pareceré a su madre? Y, por cierto, ¿ella dónde se mete? Porque no es normal que un chaval de ocho o nueve años viaje solo en metro y, encima -como Marco- sin dejar de buscar a su puñetera madre!!

Lo más grande ha sido las miradas de desprecio que me he granjeado del resto de viajeros presentes, en cuyos ojos podía leerse claramente lo mal que les parecía que yo le hiciera más caso al móvil que a mi hijo. Y peor les habrá parecido cuando me he perdido andén adelante escabulléndome entre la gente. Pero, entendedme: por mucho que digan que a caballo regalado no se le mira el diente, no puedo quedarme a éste…

Y mucho menos un lunes, que tenemos toda la semana por delante!! Buenos días

02.07.2014

Posted on Actualizado enn

0:22 de un lunes y la estación de metro desierta. Nada. Nadie. Ni un alma. Es una de esas modernas, con asépticos paneles lacados que son incapaces de asustar y, sin embargo, no te da ninguna confianza. Es absurdo, no se conocen casos de nadie atacado por un fluorescente -aunque parpadee- pero, cada vez que la luz tiembla, tú tiemblas un poco más. No es frío, es… un ligero malestar. La inquietud que se nutre del silencio y la soledad. Aunque el silencio, si te paras a escucharlo, no es tal: cruje la catenaria, crepita la estática y, al fondo del túnel, parece que algo se escucha ¿gritos lejanos? No, que va. El freno de alguna máquina y tu imaginación desbocada. Qué tontería; me vuelvo a sentar. ¡Por Dios! ¿No viene ya? Lo único que viene son nuevos ruidos desconcertantes de allí donde las vías se funden con las tinieblas. ¡Joder! Si sigo estimulando el miedo me voy a asustar de verdad… El fluorescente con dudas opta definitivamente por apagarse y notas como la oscuridad que deja se desliza por tu espalda, como si hubiera descubierto el flanco que te falla. Es mejor moverse, caminar. Andén arriba, andén abajo; en cada vuelta un sobresalto: esperas encontrar algo detrás. Por fin sale viento del túnel, parece que el metro llega ya… Menos mal! Qué alegría!! En 20 minutos en casa y me río de mi propia susceptibilidad. Pero el convoy no trae la seguridad que ansías; abre sus puertas ante ti como quien abre sus fauces. Una boca. Con una ligera sonrisa. Y dentro, el desierto que se extiende hasta donde te llega la vista: asientos vacíos y más fluorescentes deseando parpadear. Un paso, otro; estás dentro. Las puertas se cierran.

 

 

Te vas.

 

 

¿Es miércoles ya? Buenos días.

 

Metro Madrid desierto