gemido

03.02.2017

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Llevaba asiento de ventanilla; años viajando en autobús y, siempre que puedo, la elijo. El caso es que no sé bien por qué. En verano, el sol te abrasa en los ojos por más que eches la cortinilla (que es ese trapo plisado y lleno de mierda que cuelga entre el cristal caliente y tu brazo desnudo) y en invierno el frío traspasa la frontera acristalada y se te cuela por entre las mangas sin piedad, a la vez que un aire gélido -que nadie sabe de donde sale- convierte en cubitos de hielo los dedos de tus pies. Pero me gusta. Disfruto dejando vagar la vista por un paisaje que desfila a toda velocidad kilómetro tras kilómetro, siempre hacia adelante. Tengo la sensación de que hay tanto que mirar… como si volara libre hacia una línea del horizonte que no acaba de llegar jamás. Insisto, me encanta.
El caso es que esa noche, que volvía a Madrid después de un fin de semana intenso en la costa y a pesar de que mis planes eran más de párpado cerrado que de contemplación extasiada, había elegido el asiento junto a la ventana de forma mecánica. Me di cuenta de que probablemente había sido un error nada más sentarme; que pasar las próximas seis horas dando cabezadas sobre un cristal helado no me daría el descanso soñado, pero ya no podía hacer nada; el autobús se llenaría en la última parada y presentía que me iba a tocar pasar una nochecita toledana. Y el caso es que así fue, pero no por los motivos que yo pensaba…
Efectivamente, en la estación de Málaga subieron el resto de los pasajeros y el asiento a mi lado lo ocupó uno de ellos: un tipo anodino al que sólo dediqué una mirada de soslayo y un saludo desganado mientras guardaba el móvil, sacaba los cascos e intentaba buscar acomodo en la estrechez de mi espacio.
Me coloqué el abrigo por encima a modo de manta y me obligué a cerrar los ojos, buscando crear un aislamiento sensorial que me ayudara a pasar el mal trago que suponía se avecinaba, pero no había manera, estaba incómoda: la cabeza me rebotaba en cada bache, los riñones se me partían y, para colmo, mi compañero de asiento ocupaba más espacio del que le correspondía y notaba el peso de su brazo caliente apoyado en el mío.
¡Qué jeta! Pensé. Y le eché una mirada de esas que matan a ver si se daba por aludido. Pero tenía los ojos cerrados y se perdió mi gesto airado. ¿Estaría dormido o disimulando? Le observé con atención durante un rato. El caso es que de perfil no era feo: mandíbula definida cubierta por una barba corta y cuidada, nariz elegante y pequeñas arrugas en la frente, como de quien suele pararse mucho a pensar lo que dice… Pero nada, no se inmutaba, así es que volví a cerrar los ojos e hice un movimiento brusco de colocación para despegar mi brazo del suyo y que dejara de invadir mi asiento.
Esto sí pareció funcionar. Noté cómo se erguía y separaba de mí y sonreí en silencio por mi triunfo. Pero fue una victoria baldía; a los dos minutos acabó exactamente en la misma posición, apoyando su brazo en el mío aún con más fuerza, aunque he de reconocer que agradecía ese aporte de calor.
Los veinte minutos siguientes fueron una batalla campal que se desarrolló en mi mente con una intensidad brutal pero que se tradujo en movimientos casi imperceptibles de mi brazo derecho. Empujaba levemente, deslizaba un centímetro la mano y me ayudaba del hombro con sutileza para intentar recuperar mi espacio. A estos apabullantes avances de mis tropas, mi desconocido contrincante reaccionaba con igual sutileza, recolocado su extremidad superior izquierda para acabar siempre en contacto, siempre dejando parte de su cuerpo sobre el mío.
Yo estaba dispuesta a seguir así toda la noche si era necesario (el poco sueño que tuviera ya había desaparecido), pero un nuevo acontecimiento vino a parar en seco mi encarnizada lucha por liberar mi brazo… De repente, noté en mi rodilla un nuevo contacto: el de su pierna, que ahora también me estaba rozando.
El corazón me dio un vuelco. Casi sufro un infarto. En ese preciso instante me di cuenta de que lo que había estado interpretando no eran actos de guerra, si no una danza de apareamiento. El calor del brazo se extendió entonces como una onda expansiva por todo mi cuerpo, hasta terminar con un latido en mi sexo. Me quedé completamente quieta, con la razón aturdida, esperando a su siguiente movimiento que, durante un largo minuto, no se produjo.
Cuando ya empezaba a dudar de mis percepciones, pensando que era una enferma y que imaginaba eróticas intenciones ocultas por los rincones, sentí que sobre mi mano derecha la yema de un dedo…
Ahora sí que estaba claro. ¡El atrevido desconocido me estaba tocando! Y yo, que en otra situación probablemente le hubiera soltado una fresca, me estaba excitando.
Dejó allí el meñique como al descuido, así es que entendí que me correspondía a mí el siguiente movimiento… Con mucho cuidado, giré la palma de mi mano para sentir en ella su contacto. Notar su dedo trazando ligeros círculos me produjo otro espasmo. El caso es que eran movimientos sutiles, ligeramente desinteresados y al compás de los botes que el autobús iba dando, pero estimé ese ritmo pausado porque esos baches también los percibía en los mismísimos bajos.
A esa altura, mi cabeza era un hervidero de deseo y mi respiración se empezaba a entrecortar. Quería más. Y como la buena joven sexualmente liberada que era, decidí tomar la iniciativa… Despegué la mano con cierta pena del apoyabrazos y la dejé caer en su pierna.

La rodilla, que seguía en contacto con la mía, pareció dar un pequeño salto. Decidí seguir trepando, suavemente, pasando la punta de mi dedo por la costura del pantalón, hasta el vértice donde ambas piernas confluyen… Allí todo era mayor: la temperatura, lo que había bajo la tela y mi osadía, que me parecía enorme. Pero era esa emoción precisamente la que me estaba poniendo a mí a cien. Me sentía atrevida y valiente y no me importó que él adoptara un papel más pasivo, dejándose hacer.
Deslicé la mano juguetona perfilando el contorno del pene que, a mi paso, se despertaba de su letargo. Cada vez me lanzaba un poco más y lo que empezó siendo la suave caricia de un par de dedos, acabó en desacatado masaje a mano llena. Llegados a este punto, la dura realidad de su entrepierna y mis pezones pedían un salto de calidad: un roce de pieles más allá de la tela, por lo que intenté bajarle la cremallera. Él no me lo puso fácil -la posición sendente no favorecía la tarea- y por su respiración profunda me di cuenta de que le complacían mis sobeteos a ropa puesta, así es que abandoné la misión exploratoria ajena por la propia y empleé mi mano izquierda en pellizcar algunas zonas y presionar otras a resultas de lo cual en unos instantes estaba lista para sentencia.
Creo que se me escapó algún gemido, pero allí no quedaba despierto más que el conductor (que estaba a lo suyo) y nosotros dos y a decir verdad a mí me estaba entrando el sueño ya. Cerré los ojos con la diestra aún posada sobre la erección de mi apuesto desconocido, pensando que lo correcto sería ayudarle a recorrer mi mismo camino, pero un largo bostezo se apoderó de mi boca y ya no recuerdo mucho más.
Soñé que nos despertábamos juntos, nos sonreíamos y quedábamos para cenar. Pero cuando el autobús llegó a Méndez Álvaro a las siete de la mañana y abrí los ojos, él se había levantado ya; se ponía la chaqueta en el pasillo, dándome la espalda y se bajó sin volver la vista atrás.

La única sonrisa que me llevé ese día fue la del conductor, que me miró con cómplice picardía y la mía, que me bailaba en una cara algo adormecida pero curiosamente satisfecha. Ahora entendía por qué llamaban a aquel autobús «el golfo». No por el horario, si no por las golferías.