09.06.2017
Un relámpago ilumina el cielo nocturno mientras lo secciona por la mitad. La tormenta no llega a la tierra. La lluvia no descarga, no alivia la presión atmosférica, por lo que la electricidad sigue campando a sus anchas por la bóveda celestial.
En el pequeño hotel «El Paraíso», puede escucharse el rumor sordo de la batalla: los truenos que alcanzan su cúspide con un crujido desgarrador, para después quedarse en el aire como un batir de antiguos tambores. Una y otra vez. La luz y el sonido pisándose los talones, en un despliegue excepcional de poder que sobrecoge a cualquier mortal que lo contemple.
En una cama del hotel, retozan dos amantes. Sus cuerpos desnudos se entrelazan en un solo verso, sin puntos ni comas. Se buscan, se beben, se devoran; para separarse un instante y buscarse otra vez. Bailan al son de la tormenta, desafiando en el diminuto navío que es su cama la mayor de las tempestades. El tiempo ha hecho un paréntesis en su deambular, eclipsado por la pasión de los que saben que el correr de las horas es lo único que no corre en su contra. Mil vidas después, la furia amaina, se encoge hasta el tamaño de los dos corazones que laten aún deprisa, recuperándose y que se miran con devoción, intentando respirarse.
-Va a enterarse, mi amor. De un modo u otro, lo descubrirá. Lo he visto cientos de veces. Y no temo por mí. Ya he vivido mucho más de los trabajos para los que nací. Lo que me inquieta es lo que pueda hacerte, el cruel castigo que pueda derramar sobre tu espalda- Dice mientras acaricia ésta dulcemente con la yema de sus dedos.
-Para ser tan fuerte y tan valiente, pecas en exceso de temeroso, cariño mío. Nada puede hacerme, su ira no me alcanzará. No es posible-
-No la conoces, Freya, su ira puede atravesar Asgard y todos los mundos con tal de arruinar mi felicidad. Hera me odiaba antes siquiera de existir. Soy el orgulloso fruto de la infidelidad de Zeus, su marido, mi padre. ¡Intentó impedir mi nacimiento, me convirtió en un monstruo, logró que la locura me cegara de tal manera que maté a mis hijos, Freya, a mis propios hijos! Nunca pude volver a mirar a Mégara a la cara. Mancilló lo mejor que había en mí. Y por más que mate a la Hydra, robe las manzanas de las Hespérides, capture Toros en Creta o al perro Cerbero en el mismísimo infierno, la redención es efímera para mí. Ninguna penitencia me mantiene a salvo de mi propia conciencia, amor. Y no hay Valhala que te proteja a ti. –
-No me conoces, mi amado Heracles. Yo soy el amor y la belleza, soy la vida… Pero también la muerte y la magia. A mí me pertenecen la mitad de los caídos en combate. Mi ejército no tiene fin. Ni mi poder. Yo también tengo enemigos, Loki no ceja en su empeño de atormentarme: intentó robar mi collar y me acusó de yacer con todos los dioses. Pero soy fuerte y ya he llorado lo suficiente, lloré oro sobre las piedras y ámbar sobre los mares. He buscado el amor de Odur por más mundos de los que existen y he acabado encontrando el amor aquí, en tus brazos, en un tiempo y un espacio que son imposibles… Sólo cuando llegue el Ragnarök tendré que someterme a mi destino, pero hoy mi destino eres tú.-
-Tus palabras me encienden y me elevan, mi bella Freya. Me hacen creer en el futuro. Tal vez si una magia más fuerte que los propios dioses ha querido reunirnos a ti y a mí, haya un lugar más allá de las leyendas donde el odio no nos alcance, donde aquellos que son tan diferentes puedan amarse sin temor a sufrir. Un lugar en el que las religiones y las familias no nos acechen y la mitología no sea más que un cuento que se lee a los niños para dormir…-
La tormenta vuelve a desatarse fuera con intensidad mientras los amantes se besan de nuevo cada vez más a prisa, inflamando el fuego de la pasión compartida.
En ese momento, se enciende la luz, se abre la puerta. Un tipo con uniforme azul de poliéster y gorra de plato contempla la escena que se desarrolla a sus pies.
-¡Joder, qué desastre!- masculla entre dientes.
Ha vuelto a dejarse la ventana abierta y, con el vendaval que ha provocado la tormenta, los libros se han vuelto a caer. El tipo es un entusiasta de los juegos de rol, los cómics, los personajes mitológicos y los seres fantásticos.
Resopla, se agacha y contempla los dos libros abiertos que han caído uno sobre el otro: Introducción a la Mitología Clásica y los Edda, leyendas e historias nórdicas. Cierra el primero de un plumazo sin detenerse a contemplar la maravillosa ilustración de Hércules por la que estaba abierta y toma entre sus manos el segundo, en el que se para a contemplar la larga melena rubia y los bien definidos músculos de la diosa Freya…
-Vaya pedazo de tía. Eso es una mujer y no los despojos que llegan a esta mierda de hotel… El paraíso ¡ja! El paraíso del aburrimiento, le deberían poner porque para lo que hay que ver… Si no fuera por el sueldo al final del mes y la habitación gratis aquí iba a quedarse su padre-
¡Su padre, su padre! Repite la pareja de loros del conserje. Cierra este libro también y coloca los dos volúmenes en el estante. Mira a Loki y a Hera un instante antes de volver a la recepción del hotel.
Qué curiosos estos loros, tienen una mirada tan inteligente… a veces hasta parece que ríen.
16.05.2017
Amigos, he de confesarlo: ayer maté a Bambi. Después de haberme comido a su padre… O al menos eso creo.
Lo cierto es que el fin de semana (éste largo del que hemos disfrutado los madrileños acogidos a nuestro patrón) no auguró desde el principio nada bueno en mi relación con los corzos. Ya en el viaje de ida me encontré con uno jovencito que no temió mi mirada ni el coche que paré a su lado, pero que sufrió un ataque de timidez repentina frente al objetivo de la cámara del móvil y me dejó allí plantada y sin foto para demostrarlo. Un kilómetro más adelante apareció trotando otro junto al camino (o quizás el mismo), al que vi mirar las ruedas con claro gesto de desafío, pero que afortunadamente eligió distinto destino.
Pero en una trágica concatenación de refranes (como no hay dos sin tres y a la tercera va la vencida), en el viaje de vuelta – a pesar de ir alerta por estar advertida sobre la proliferación de esos animales en ese tramo de carretera- se produjo el triste suceso que ha dado titular a la presente entrada… Bambi salió de la nada por mi diestra y se empotró directa contra el lateral del coche. Sospecho que el impacto fue mortal, pero me fue imposible parar en ese tramo para comprobarlo y socorrer al animal.
Siento enormemente el daño causado al tierno cérvido. Una cosa es comer caldereta de venado como parte de una celebración popular (estaba exquisita, por cierto) y otra muy distinta la cacería motorizada involuntaria. Pero después del golpe mi preocupación principal, confieso, no fue por la fauna sino por mi propia seguridad. No dejo de pensar que si el golpe hubiera sido frontal, mi carrocería y la de mi coche hubieran salido bastante mal paradas.
Y vista la alarmante frecuencia con la que se producen sustos como estos últimamente en esa zona, me pregunto si no sería más prudente autorizar más calderetas y sufrir menos accidentes… Por el bien de los animales de dos patas.
Martes y, a Dios gracias, sereno. Muy buenos días.
03.02.2017
Llevaba asiento de ventanilla; años viajando en autobús y, siempre que puedo, la elijo. El caso es que no sé bien por qué. En verano, el sol te abrasa en los ojos por más que eches la cortinilla (que es ese trapo plisado y lleno de mierda que cuelga entre el cristal caliente y tu brazo desnudo) y en invierno el frío traspasa la frontera acristalada y se te cuela por entre las mangas sin piedad, a la vez que un aire gélido -que nadie sabe de donde sale- convierte en cubitos de hielo los dedos de tus pies. Pero me gusta. Disfruto dejando vagar la vista por un paisaje que desfila a toda velocidad kilómetro tras kilómetro, siempre hacia adelante. Tengo la sensación de que hay tanto que mirar… como si volara libre hacia una línea del horizonte que no acaba de llegar jamás. Insisto, me encanta.
El caso es que esa noche, que volvía a Madrid después de un fin de semana intenso en la costa y a pesar de que mis planes eran más de párpado cerrado que de contemplación extasiada, había elegido el asiento junto a la ventana de forma mecánica. Me di cuenta de que probablemente había sido un error nada más sentarme; que pasar las próximas seis horas dando cabezadas sobre un cristal helado no me daría el descanso soñado, pero ya no podía hacer nada; el autobús se llenaría en la última parada y presentía que me iba a tocar pasar una nochecita toledana. Y el caso es que así fue, pero no por los motivos que yo pensaba…
Efectivamente, en la estación de Málaga subieron el resto de los pasajeros y el asiento a mi lado lo ocupó uno de ellos: un tipo anodino al que sólo dediqué una mirada de soslayo y un saludo desganado mientras guardaba el móvil, sacaba los cascos e intentaba buscar acomodo en la estrechez de mi espacio.
Me coloqué el abrigo por encima a modo de manta y me obligué a cerrar los ojos, buscando crear un aislamiento sensorial que me ayudara a pasar el mal trago que suponía se avecinaba, pero no había manera, estaba incómoda: la cabeza me rebotaba en cada bache, los riñones se me partían y, para colmo, mi compañero de asiento ocupaba más espacio del que le correspondía y notaba el peso de su brazo caliente apoyado en el mío.
¡Qué jeta! Pensé. Y le eché una mirada de esas que matan a ver si se daba por aludido. Pero tenía los ojos cerrados y se perdió mi gesto airado. ¿Estaría dormido o disimulando? Le observé con atención durante un rato. El caso es que de perfil no era feo: mandíbula definida cubierta por una barba corta y cuidada, nariz elegante y pequeñas arrugas en la frente, como de quien suele pararse mucho a pensar lo que dice… Pero nada, no se inmutaba, así es que volví a cerrar los ojos e hice un movimiento brusco de colocación para despegar mi brazo del suyo y que dejara de invadir mi asiento.
Esto sí pareció funcionar. Noté cómo se erguía y separaba de mí y sonreí en silencio por mi triunfo. Pero fue una victoria baldía; a los dos minutos acabó exactamente en la misma posición, apoyando su brazo en el mío aún con más fuerza, aunque he de reconocer que agradecía ese aporte de calor.
Los veinte minutos siguientes fueron una batalla campal que se desarrolló en mi mente con una intensidad brutal pero que se tradujo en movimientos casi imperceptibles de mi brazo derecho. Empujaba levemente, deslizaba un centímetro la mano y me ayudaba del hombro con sutileza para intentar recuperar mi espacio. A estos apabullantes avances de mis tropas, mi desconocido contrincante reaccionaba con igual sutileza, recolocado su extremidad superior izquierda para acabar siempre en contacto, siempre dejando parte de su cuerpo sobre el mío.
Yo estaba dispuesta a seguir así toda la noche si era necesario (el poco sueño que tuviera ya había desaparecido), pero un nuevo acontecimiento vino a parar en seco mi encarnizada lucha por liberar mi brazo… De repente, noté en mi rodilla un nuevo contacto: el de su pierna, que ahora también me estaba rozando.
El corazón me dio un vuelco. Casi sufro un infarto. En ese preciso instante me di cuenta de que lo que había estado interpretando no eran actos de guerra, si no una danza de apareamiento. El calor del brazo se extendió entonces como una onda expansiva por todo mi cuerpo, hasta terminar con un latido en mi sexo. Me quedé completamente quieta, con la razón aturdida, esperando a su siguiente movimiento que, durante un largo minuto, no se produjo.
Cuando ya empezaba a dudar de mis percepciones, pensando que era una enferma y que imaginaba eróticas intenciones ocultas por los rincones, sentí que sobre mi mano derecha la yema de un dedo…
Ahora sí que estaba claro. ¡El atrevido desconocido me estaba tocando! Y yo, que en otra situación probablemente le hubiera soltado una fresca, me estaba excitando.
Dejó allí el meñique como al descuido, así es que entendí que me correspondía a mí el siguiente movimiento… Con mucho cuidado, giré la palma de mi mano para sentir en ella su contacto. Notar su dedo trazando ligeros círculos me produjo otro espasmo. El caso es que eran movimientos sutiles, ligeramente desinteresados y al compás de los botes que el autobús iba dando, pero estimé ese ritmo pausado porque esos baches también los percibía en los mismísimos bajos.
A esa altura, mi cabeza era un hervidero de deseo y mi respiración se empezaba a entrecortar. Quería más. Y como la buena joven sexualmente liberada que era, decidí tomar la iniciativa… Despegué la mano con cierta pena del apoyabrazos y la dejé caer en su pierna.
La rodilla, que seguía en contacto con la mía, pareció dar un pequeño salto. Decidí seguir trepando, suavemente, pasando la punta de mi dedo por la costura del pantalón, hasta el vértice donde ambas piernas confluyen… Allí todo era mayor: la temperatura, lo que había bajo la tela y mi osadía, que me parecía enorme. Pero era esa emoción precisamente la que me estaba poniendo a mí a cien. Me sentía atrevida y valiente y no me importó que él adoptara un papel más pasivo, dejándose hacer.
Deslicé la mano juguetona perfilando el contorno del pene que, a mi paso, se despertaba de su letargo. Cada vez me lanzaba un poco más y lo que empezó siendo la suave caricia de un par de dedos, acabó en desacatado masaje a mano llena. Llegados a este punto, la dura realidad de su entrepierna y mis pezones pedían un salto de calidad: un roce de pieles más allá de la tela, por lo que intenté bajarle la cremallera. Él no me lo puso fácil -la posición sendente no favorecía la tarea- y por su respiración profunda me di cuenta de que le complacían mis sobeteos a ropa puesta, así es que abandoné la misión exploratoria ajena por la propia y empleé mi mano izquierda en pellizcar algunas zonas y presionar otras a resultas de lo cual en unos instantes estaba lista para sentencia.
Creo que se me escapó algún gemido, pero allí no quedaba despierto más que el conductor (que estaba a lo suyo) y nosotros dos y a decir verdad a mí me estaba entrando el sueño ya. Cerré los ojos con la diestra aún posada sobre la erección de mi apuesto desconocido, pensando que lo correcto sería ayudarle a recorrer mi mismo camino, pero un largo bostezo se apoderó de mi boca y ya no recuerdo mucho más.
Soñé que nos despertábamos juntos, nos sonreíamos y quedábamos para cenar. Pero cuando el autobús llegó a Méndez Álvaro a las siete de la mañana y abrí los ojos, él se había levantado ya; se ponía la chaqueta en el pasillo, dándome la espalda y se bajó sin volver la vista atrás.
La única sonrisa que me llevé ese día fue la del conductor, que me miró con cómplice picardía y la mía, que me bailaba en una cara algo adormecida pero curiosamente satisfecha. Ahora entendía por qué llamaban a aquel autobús «el golfo». No por el horario, si no por las golferías.
23.12.2016
Me descubrí a las doce y media de la mañana de un martes rezándole a Dios y al Ibuprofeno, esto es, que me metí la pastilla en la boca y la convencí de que bajara por mi estoposa garganta ayudada de litro y medio de agua, mientras me santiguaba. Fue un gesto inconsciente que no acostumbraba a hacer y que rematé con un respingo en lugar de con un amén.
Intentaba rellenar las lagunas de la noche pasada y me dio algo de vértigo la cantidad de datos que me faltaban. Me preocupaba la camisa rasgada por la botonadura, la corbata que no estaba y la nariz que notaba inflamada… ¿Esto metálico qué es? ¿Un piercing?
¡Virgen Santa! -exclamé- ¿Qué me pasa? ¡Ni que me hubiera poseído una vieja beata!
Recordaba el principio de la noche; salir tarde del curro, las cervezas con los colegas… Después algo de una chica. La rubia pibón que solía ir por el bar de Blas. Pero no lograba recordar qué pasó con ella ¿me entró? ¿le entré? ¿me entró la tos?
¡Mi madre!
Fue pensar en toser y mi cabeza – que hasta ese momento parecía carecer de lucidez- encadenó un pensamiento con otro a la velocidad del rayo (a saber: fiebre, noche, miel, el puñetero Vicks VapoRub, en la espalda, en el pecho…) y sin saber cómo ni por qué tenía el teléfono en la oreja y al otro lado de la línea a mi madre.
–¡Hijo! ¡Qué bien! Acabo de llamarte, pero como no lo cogías pensé: éste salió anoche y seguro que se le fue la mano con los cubalibres y los cigarritos esos que te fumas que huelen a verde, que te conozco, que soy tu madre, Miguel. Pero oye, me sorprendes ¿Tu abuela? Muy bien, aquí la tengo, deseando verte. Sí, sí, ahora mismo le digo cuánto la quieres. Hijo, ¿estás bien? No me malinterpretes, me emociona que estés tan cariñoso pero, no sé, se me hace raro… Vale, ahora le digo a tu padre que le ayudas a prender la lumbre. No, tranquilo, yo no necesito que me hagas nada. Bueno vale, la mesa, sí, tú la pones ¿Seguro que estás bien?–
Colgué con mi madre entre terribles temblores. Joder. Joder. Joder. (Señor, perdóname). Esto era grave. Que si besitos a la abuelita, que dile a papá que no cargue con la leña que ya estoy yo para aliviarle la tarea, que te mereces un descanso mami, deja que yo prepare la cena ¡Ese no soy yo! ¡No, no, no!
Se hacía imprescindible recordar la noche anterior. Creo que me dieron algo. Hay pastillas muy chungas, psicotrópicos ¡y setas! Setas de esas que te hacen ver enanos. Enanos montados en unicornios. Enanos montados en unicornios que vuelan por encima del arco iris y se cruzan con Papá Noel, que viaja en su trineo cargado de paquetes y tirado por nueve renos: Rodolfo, Trueno, Relámpago…
¿Pero qué coño digo? Yo no me drogo (bueno, sólo porros) y tampoco veo enanos ni unicornios. Y mucho menos al gordo repartidor de Coca cola ese. ¡Ho-ho-ho-ho!. No. Veo mi piso, mi ropa hecha un asco, los platos sucios en el fregadero… Pero siento algo raro. Como una sensibilidad que me inunda el pecho. Me siento confuso pero alegre. Siento amor. Amor por todo el mundo. Quiero que paren las guerras, que nadie sufra, que todos ayudemos al prójimo…
¡Cojones! ¡Los polvorones!
Ha debido ser eso. Blas sacó una bandeja con la cerveza y recuerdo haberlos probado. Debo tener un empacho. Un subidón de azúcar que me nubla el cerebro. Pero me siento tan pletórico…
Pues nada, así sea. Sacaré pandereta y zambomba y me rendiré a la dicha. Al fin y al cabo, como esta noche es Nochebuena, mañana será Navidad… Mi madre se llama María y no pienso dejar que saque la bota porque lo que soy yo, no me voy a volver a emborrachar.
25.11.2016
¡Que es precioso, dice!
Precioooso, precioooso…
¡Echa más kétchup!
¡Por aquí, por aquí!
¡Otro chorro!
¿No dice que estos callos me los ha hecho la abuela?
Pues si son callos, van a ser con tomate ¡No te digo!
Todos los meses tenemos que pasar un domingo en casa de los abuelos. A mí no me importa porque los abuelos viven en un pueblo muy chulo lleno de casas viejas en las que puedo jugar al escondite y me dejan salir con la bici por cualquier camino y puedo tirar piedras a los gatos y hay un montón de animales raros que cuida el abuelo y me deja tocar: seis gallinas, una vaca, un mulo, dos cerdos y, mis preferidos, cuatro conejos suavecitos que se dejan coger como bebés.
El pueblo está guapísimo. Y los abuelos me caen bien. Nunca me regañan ni me obligan a hacer los deberes. En verano mamá me dejó con ellos un mes y fue guay. Bueno, casi todo, porque la comida era un asco, todo el rato igual: patatas un día, garbanzos otro y vuelta a empezar. ¡Y sopas! Por la noche «sopitas para mi niña» ¡Puaj! No había burguer, ni pizzas, ni los sobres esos de estrellitas que me da mamá para cenar. Pero bueno, te acostumbras… y los bocatas de salchichón de la merienda sabían genial.
El caso es que la abuela es muy buena conmigo; me da muchos besos de esos que manchan la cara de babas. Se nota que me quiere un montón y eso, pero está un poco anticuada. No entiende nada de las comidas de ahora ni de ropa. De ropa no sabe nada de nada. Ella va siempre con unos pantalones viejos que no son ni vaqueros, ni de chándal; son como de tela pero con bolitas. Y de arriba jerséis de punto de los que hace ella (hasta en verano, que son parecidos pero de manga corta). Los fabrica por las noches con unas agujas largas, mientras ve la tele (dice que ella no sabe estar sin hacer nada). A mí también me ha regalado muchos «jersés» -como ella los llama- que mamá me obliga a ponerme cuando vamos a verles, aunque son horrorosos y pican. ¡Pero no son tan espantosisísimos como este vestido, que lo tiene todo! De nido de abeja y callos, dice mamá. Que la abuelita te lo ha hecho con todo cariño, que son carísimos, que te lo pongas y punto… ¡Pues no me da la gana! Que no me fío de las abejas y los callos no me gustan. Y si es tan caro, que lo venda y me compre una Game-boy de esas que tienen ahora todos los niños menos yo.
¡Que no, hombre, que no! ¡Que no quiero ponerme ese trapo! ¡Que la abuela no sabe vestirse bien ni para las fiestas! Se pone unos vestidos para ir a misa súper feos; de color marrón caca, de vieja. Hasta la ropa interior es de lo más rara… Un día me pidió que buscara un pañuelo en su habitación; entré, miré en el armario, abrí el cajón de los camisones y tenía cosas rarísimas de cuero debajo: una especie de pasamontañas negro, unos tirantes con pinchos, esposas como las que lleva Sonny Crockett para atrapar a los malos, un sujetador como los de mamá pero con dos cucuruchos duros y algo parecido a un bañador rojo y brillante con tiras para atar por los lados; ese al menos, era bonito. Pero cuando le pregunté que si me dejaba usarlo se puso muy blanca, muy seria, se sentó y me dijo que se había mareado, que por favor le diera una vaso de agua y que no volviera a curiosear en lo que no era mío. Que era una costumbre muy fea y que, si no le decía a nadie lo que había visto, ella tampoco contaría lo mal que me había portado.
Vamos, que la abuela es muy enrollada pero, de moda, no sabe nada. Y la horterada esa de los callos no me la pongo porque no. ¡Si además yo nunca llevo vestidos! No sirven para trepar por el muro, ni para montar en bici. Y seguro que el abuelo no me deja ir a cuidar a los animales con eso puesto. ¡Con las ganas que tengo! El abuelo me está enseñando a guiar al mulo. Dice que no tengo que tener miedo. Que use el látigo cuando sea necesario, que al mulo no le duele tanto. A mí me da un poco de pena pero será que no entiendo tanto de bichos como él. Eso me ha dicho: no te preocupes Ana, que algún día sabrás usar el látigo tan bien como yo. Y yo le veo tan feliz y sonriente en esos momentos, mirando como más allá del mulo, que estoy deseando aprenderlo todo… ¡Y para eso no puedo ponerme este vestido!
¿Ya está bien pringoso?
Muchas gracias, Pablo
Me subo a casa ya, que mi madre me estará esperando para irnos.
¡A ver qué cara pone cuando vea el vestido echo un asco!
Sí, seguro que me llevo un bofetón
¡Pero mejor un buen latigazo…
…que llevar un vestido de callos!
11.11.2016
Está liso pero algo arenoso al tacto. Frío y duro. Muevo la mano y detecto su contorno en forma de rombo, con otros rombos al lado. Al hacerlo, encuentro objetos y pequeñas irregularidades: algo que en su día pudo ser un chicle y ahora está mimetizado con el pavimento, cáscaras de pipas, la colilla apagada de un cigarro y otros deshechos que no identifico; un pequeño trozo de cartón arrugado, una especie de tapadera de plástico con un agujero en el centro y algo que cruje entre mis dedos. Esto, al menos, sí lo reconozco: es la hoja seca de un árbol. Otoño.
Pero más allá de lo que me cuentan mis dedos, son los sonidos los que -en primera instancia- no proceso. Al principio el ruido es todo uno; intenso, amalgamado, arisco y atronador. Después, poniendo total atención, voy separando cada sonido. Dominan los motores: muchos, de distintos tipos, suenan muy abajo, cerca de mi oído, desplazándose veloces de izquierda a derecha; deben ser coches, motos y otros vehículos, algunos pesados, pero rápidos; no suenan tractores, pero sí un claxon tras otro. Mucho más arriba, probablemente volando, escucho otro motor al que acompaña un runrún constante de algo que bate el aire, pero desaparece al cabo de un instante. Más cerca de dónde estoy, un molesto repiqueteo de timbre agudo y penetrante hace vibrar el suelo. Me ha parecido escuchar también pajarillos, mas su trino era uniforme y estático, como de artilugio mecánico y han silenciado su canto al unísono transcurridos unos momentos. Bajo el suelo tampoco existe el silencio; alberga un zumbido sordo que percibo en el estómago. También se oyen pasos, pasos rápidos que transportan voces y pequeños pitidos similares al tono de un despertador que suenan por aquí y por allá constantemente. Reconozco muchas de las palabras, pero no todas, alguna debe ser en un idioma distinto. No lo sé.
De repente, muchas de esas voces se dirigen hacia mí…
-Caballero ¿Se encuentra bien?-
-Venga aquí. Levántese-
-Yo le ayudo-
-¡Pero hombre! ¿Se ha hecho daño?-
Las manos que acompañan a las voces me ponen en pie, me sacuden la chaqueta, me colocan la boina y devuelven a mis manos el bastón que guía mi camino.
Aún necesito un minuto para reponerme. El aire que respiro no ayuda a despejarme: está caliente a pesar de que estamos ya en noviembre y huele a desagüe y hollín. Seca mi boca y deja un sabor a sangre en mi paladar. Quizás me haya lastimado al caer.
A toda velocidad, se marchan de nuevo las manos con sus voces. Intento aguzar el oído para encontrar el rumor del agua o el tañir de una campana que me ayude a ubicarme pero nada de eso se oye. Imagino que encontraré el modo; que la gente de aquí lo hace. Que en una gran ciudad no todos se tropiezan, ni se pierden.
21.10.2016
Le sudaban las manos y, afortunadamente, no se había cruzado con nadie en el pasillo, porque era probable que no le saliera ni la voz del cuerpo. Sus compañeros habían salido en tropel hacía poco rato, compartiendo bromas a gritos y risas entre ellos. Él se había quedado deliberadamente rezagado colocando su mochila para emprender el recorrido hacia el lado contrario. Hacia el fondo del corredor, donde estaban los despachos. No es que fuera camino del cadalso, pero podría parecerlo por la reticencia de sus pasos, impulsados hacia atrás por la vergüenza, la ansiedad y el miedo y hacia adelante por la firme voluntad de tragarse esos sentimientos. Sólo debía llegar hasta la puerta del fondo, golpearla con los nudillos y entregar los 13 folios manuscritos que sonaban a hojarasca entre sus temblorosas manos. Esas pocas hojas que eran más que un cuento, más que un trabajo; eran su venganza y su reivindicación en forma de triunfo. En ellas había volcado, por cuarto año consecutivo, lo mejor que anidaba en su interior… Era una historia de aventuras, de calamidades, de grandes personajes encerrados en un relato pequeño; era una historia de sentimientos, los de ese protagonista que apenas escondía en su elaborada capa de misterio parte de la biografía de su autor: el adolescente tímido y retraído con más vida interior que facilidad para hacer amigos que, un año más -éste el definitivo- presentaba su relato al concurso de escritura creativa del instituto.
*♦*
Dos y media de la tarde del viernes y el tiempo parecía haberse detenido ¡Por el amor de Dios! ¿Es que la dichosa aguja del reloj no encontraba su camino? No es que no le gustara su trabajo; él siempre había sido un profesor vocacional, tan firme como comprensivo con sus alumnos. Pero después de tantos años de profesión, de ver desfilar varias generaciones frente a su chaqueta de pana siempre manchada de tiza, la chispa se había apagado; se notaba algo cansado. No mayor, no deprimido ¡ojo! Sólo algo cansado. Y cuando a su semana laboral le quedaban treinta tristes minutos, éstos se le hacían eternos. Eso era todo. Quizá si se ponía a corregir algunos exámenes el rato se le haría más llevadero… Agarró el primero del montón, se puso de nuevo sus gafas y, bolígrafo rojo en mano, se dispuso a ello. ¡Vaya hombre! ¡Antúnez! Lo reconoció por la letra al primer vistazo. Ese chico era un caso. Aplicado a su manera, en lo suyo; siempre con cara de estar en otro lado, siempre con un libro en el regazo. Más interesado por la fantasía que por sus estudios. No. No era mal chaval, pero tenía un puñetero problema con su letra, casi idéntica a la de un doctor en medicina expidiendo recetas. Total, nada; le tocaría llamarle para que le ayudara a descifrar su exámen. Pero ésta era la última vez. Eso tenía que solucionarlo. Con cuadernillos de caligrafía para parvularios, si era el caso. Que enseñar a hacer la o con un canuto a estas alturas no era su tranajo. En ese instante, unos golpes en la puerta llamaron su atención ¡Adelante!
*♦*
Si hubiera sido capaz de levantar los ojos del suelo, habría detectado la mirada algo airada en los ojos de éste. Pero el chico parecía tener prisa y, cuando el viejo profesor abrió la boca, se escabulló con un imperceptible «tengo que irme”.
21.09.2016
Amigos míos, la calzona ha muerto.
Fallecida. Hundida. Desterrada. Expulsada de los armarios y enterrada.
La han matado un par de generaciones de adolescentes sin acabar de destetar que han decretado que la calzona debía abdicar en favor de los shorts.
Y no nos equivoquemos, puede parecer que sólo se trata de una diferencia léxica y que no dejan de ser dos palabras diferentes para denominar unos pantalones cortos, pero nada más lejos de la verdad: un abismo las separa.
Las calzonas se gastaban en veranos de pueblo; en bicicletas, tardes de amigos, juegos y piscinas. Son, por decirlo así, la prenda estrella de Verano Azul. Los shorts ya son de otro pelo: esos se dejan ver en eventos más selectos; en terrazas de 20€ la copa y festivales, los usan las bloggers y hasta los hipster, que se los dejan a la medida de la barba (larga, a Dios gracias; que sólo nos faltaba tener que ver las entretelas de los más modernos gafapastas).
Los shorts son, definitivamente, otra cosa. No conocen las fotos sepia ni la inocencia. Ellos tiran a dar; a provocar, al pulso carnal de ver quién enseña más. Por usar poca tela, hasta los bolsillos quedan por fuera. Levantando pasiones, miradas y controversias. Y rehuyendo la elegancia cuanta más nalga muestran.
Pero allá cada uno cuide su estética. Faltaría más. Yo sólo pido que se añada una foto a esas colecciones de ‘yo crecí en los 80’. La de la calzona: desinteresada, desexualizada y en ocasiones hasta fea; pero tan nuestra.
Sin prisa, eso sí, porque a estas alturas del calendario, unos y otras comienzan a esconderse en los armarios…
Miércoles y, según Facebook, Día de la Paz… Así es que ya sabéis: echad la paloma con la rama de olivo a volar! Buenos días.
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