comercio

25.11.2015

Posted on Actualizado enn

Aprovechando que el lunes tenía la tarde libre y pocas ganas de quedarme a solas con mi cabeza, decidí ir por fin a conocer la tienda que trae revolucionado el centro de Madrid últimamente: el Primark de Gran Vía.

Como su inauguración provocó el mes pasado un auténtico caos circulatorio porque la marea de gente que esperaba en la entrada inundó la calzada, me había dado miedo ir antes por tener que enfrentarme a semejante concentración de almas entusiasmadas por adquirir unos leotardos a precio de ganga. No me agradan las aglomeraciones y menos las que se producen cuando -para más INRI- no regalan nada, pero en vistas de que se nos echan encima primero las Navidades y después las rebajas, la cosa era ir ahora o dejarlo hasta Semana Santa… y mi afán consumista llevaba mejor baza.

Para mí el Primark era esa tienda donde comprar calcetines y pijamas del centro comercial que sólo visitaba cuando tenía algún bebé al que obsequiar (porque la ropita para ellos es cuca y económica), pero -a juzgar por la fiebre desatada- me equivocaba. Han montado el chiringuito a todo trapo en un edificio de nada menos que cinco plantas con estructura de colmena y bóveda acristalada, sin complejo alguno de vender ropa barata.

Desde luego, han dado la campanada; allí hay más gente que en la guerra, más nacionalidades que en la ONU y más lenguas que en Babel. Tengo la impresión de que pasa lo mismo que un domingo de playa en Málaga: que llegan miles de autobuses de cincuenta excursionistas dispuestos a acampar cual lemmings en la orilla… pero estos vienen sin sombrilla.

Y es que este establecimiento ha provocado un seísmo de tal magnitud que ha desplazado el eje del renombrado «triángulo del arte» que ahora está formado por el Primark, el Museo del Jamón y el del Prado ¡¿Qué no?! No aparecerá en guías ni revistas, pero preguntad a cualquier turista..

 

Total, que mi intención era hablar de mi experiencia interior (dentro del edificio, que no espiritual), pero ya me he explayado demasiado, así es que me parece que este artículo irá en dos capítulos. Dejamos el resto para el próximo día. Miércoles. Buenos días!!

14.03.2014

Posted on Actualizado enn

A mis amigas mujeres probablemente ya les habré confesado mi pasión por Kiko Milano (haya paz, que no es ningún maromazo nuevo e italiano que me quite el sentío), son esas tiendas de cosméticos donde una puede darse caprichos de colores sin tener que extirparse ningún órgano vital luego. Bueno, pues como parece que el amor no es mutuo, nadie me había informado de que hace poquito han abierto una en Gran Vía y, el otro día que pasé por allí, decidí invertir unos minutos y unos euros en conocernos. Pensé que se trataría de un establecimiento más de la firma, pero ¡en absoluto! Eso no es un comercio. Es ‘El Comercio 2.0’ (léase ‘el comercio dos punto cero’). ¡Madrecita! Os aseguro que he estado en garitos con aparcacoches (no acostumbro, pero he estado) mucho menos cool que esa tienda. Música de diseño a todo trapo, brillante suelo negro, luces estilo Las Vegas en el techo… Os diría que me sorprendió pero creo que la sorpresa se la llevaron ellos cuando le enseñé el DNI al de seguridad, pedí un gin-tonic al chico de negro que quería ayudarme y a la de la caja le pregunté que si eso era el ropero…

Y ya sé que no es el único caso, que desde hace tiempo son muchas las tiendas en las que -según pones un pie dentro- te lanzan al hiperespacio del moderneo, imponiéndote sutilmente la idea de que tú eres así de estupendo sólo por comprar un lápiz de ojos azul a un módico precio pero… ¿no podemos, además, bailar dentro?

Viernes y Día Internacional del Sueño. Pensaba celebrarlo estilo Calderón de la Barca, pero lo estoy haciendo al modo león de la Metro ¡! Buenos días…

24.01.2013

Posted on Actualizado enn

Luce esta mañana en Madrid un sol tan resplandeciente como engañoso, que me recuerda que hoy es el día de la pepita. No de ninguna señora llamada Josefa ni de aquellas otras que extraían de las ciruelas los de Borges (“sin rabito y sin pepita”), sino de aquella otra que encontró un 24 de enero de 1848 James W. Marshall cerca de Sacramento y que desató la fiebre del oro en California. Y la fiebre del oro no es de las que te dejan flojucho y con una bolsa de hielo en la cabeza, si no de las que te convierten en Antoñita la Fantástica viviendo el cuento de la lechera. Lo curioso es que para la mayoría todo fue más o menos eso, cuento; porque de la gran cantidad de ‘Forty-niners’ que -cegados por el brillo del amarillo metal- dejaron todo atrás y se entregaron obcecadamente al noble arte de la minería, muy pocos se hicieron ricos, mientras que los comerciantes que les abastecieron encontraron la fortuna gracias a ellos. Lo malo es que, por mucho que se sepa todo esto, yo no podría decir si llegado el caso sería minero soñador o hábil vendedor de tamices, que de lo uno y de lo otro tengo mis momentos.

Jueves soleado y de vientos helados. Cuidado con las fiebres, queridas lecheras, que no es oro todo lo que reluce. San Exuperancio. Buenos días…